El Ascenso del Salutismo
En estos días, cuidar la salud se ha convertido en algo más que una recomendación médica. Se ha transformado en una consigna cultural, una práctica diaria y, a veces, incluso una forma de pertenecer. Nos invitamos –y sutilmente se nos exige– a comer bien, movernos más, dormir mejor, medir todo: pasos, glucosa, ánimo, ciclos de sueño. Llevar un estilo de vida saludable se ha vuelto sinónimo de responsabilidad, previsión e incluso virtud. Pero detrás de esta aparente sensatez, opera una lógica más profunda y menos evidente: “el salutismo”.
El salutismo es una tendencia cultural que convierte la salud en una obligación moral permanente. No basta con no estar enfermo; hay que estar en estado óptimo, anticiparse, corregirse. Lo saludable ya no es un estado, sino un ideal que se persigue con disciplina, tecnología y culpa. A diferencia del autocuidado, que en principio es una práctica legítima: escuchar el cuerpo, prevenir malestares, sostener el equilibrio físico y emocional, cuando se convierte en mandato constante –medirlo todo, hacer cosas saludables, no fallar nunca– deja de ser un gesto libre y se transforma en lo que se conoce como salutismo: una forma de vigilancia interiorizada que juzga, clasifica y culpa en nombre de la salud.
A pesar de su influencia, el salutismo ha pasado en gran medida desapercibido como fenómeno cultural y político: opera silenciosamente como sentido común. Está presente en los dispositivos digitales que usamos, en los mensajes de las campañas de salud, en los seguros que nos premian por mantener el índice de masa corporal “correcto”, e incluso en la forma en que nos juzgamos por no hacer suficiente.
Podríamos pensar que el salutismo nació hace poco, como una moda del bienestar o un subproducto del auge de los gimnasios para mantener una buena forma física (fitness). De hecho, si seguimos una línea de tiempo convencional, su origen se ubica en 1980, cuando el sociólogo Robert Crawford acuñó el término “healthism” (salutismo en español) para describir el creciente traslado de la responsabilidad sanitaria desde el Estado hacia los individuos. En plena transición neoliberal –con Margaret Thatcher y Ronald Reagan al frente de este proyecto de sociedad– Crawford observó que la salud se transformaba en un asunto moral, en el que los “buenos ciudadanos” eran aquellos que se cuidaban a sí mismos, aliviando así al Estado de sus responsabilidades.
Pero esta historia no comienza ahí. El salutismo no es una invención de los años ochenta, sino la expresión contemporánea de una larga serie de transformaciones históricas, donde el cuerpo ha sido progresivamente disciplinado, cuantificado, optimizado y moralizado. Una genealogía, a diferencia de una simple cronología, busca precisamente eso: rastrear cómo se ha construido un modo de vida dominante, qué condiciones lo han hecho posible, qué tensiones esconde y qué alternativas silencia.
Cuando el Cuerpo se Volvió Útil
El primer sustrato del salutismo moderno se encuentra en el surgimiento del Estado moderno y el nacimiento del biopoder. A partir del siglo XVIII, el cuerpo deja de ser solo materia médica para convertirse en objeto político. Gobiernos e instituciones comienzan a intervenir sistemáticamente sobre los cuerpos –a través de la medicina, el ejército, la escuela, la fábrica– no solo para curarlos, sino para disciplinarlos, hacerlos más productivos, previsibles y eficientes.
La salud, en este contexto, no es aún un ideal moral individual, sino una función de la fuerza laboral y del orden público. Nace la estadística médica, la vigilancia de epidemias, el control del espacio urbano y la preocupación por los cuerpos “peligrosos” (los pobres, los enfermos mentales, los desviados). El cuerpo sano es el que sirve, no el que se cuida. Esta fase instala la lógica de la normalidad biológica, que más tarde será naturalizada como “lo saludable”. El salutismo no comienza con el autocuidado, sino con la administración del cuerpo colectivo.
El segundo giro es pedagógico. A medida que los Estados-nación consolidan sus sistemas educativos y sanitarios, la salud se vuelve una virtud ciudadana. Lavarse las manos, vacunarse, alimentarse de cierto modo, evitar “vicios” o enfermedades sexuales, ya no son solo prácticas útiles: se convierten en signos de civilización. El higienismo, la medicina escolar y la salud pública moderna se encargan de moralizar la salud, distinguiendo entre los cuerpos responsables y los cuerpos negligentes, entre los limpios y los sucios, entre los dignos de cuidado y los culpables de su condición. Aquí se sedimenta la idea de que la salud no solo depende de los que se hace, sino de quien es. El buen ciudadano es sano, fuerte, educado, disciplinado y limpio. La enfermedad en cambio empieza a cargarse de juicios morales. El salutismo empieza a adquirir tono moral, pero aún bajo tutela institucional.
Del derecho a la salud a la culpa de estar enfermo.
Con la crisis de los Estados de bienestar, el ascenso del neoliberalismo y la reconfiguración de las políticas sociales, la salud pública entra en una nueva etapa. El Estado ya no se concibe como garante, sino como orientador. Se reconfigura el sujeto sanitario: de paciente pasivo a consumidor informado. Aparece con fuerza el discurso del autocuidado como signo de madurez cívica. Es en este contexto Robert Crawford denuncia que, bajo el pretexto de empoderar, se culpabiliza a los enfermos y se desactiva la dimensión estructural de la salud. El salutismo neoliberal combina libertad y obligación: eres libre de hacer lo que quieras, siempre y cuando elijas salud. La prevención deja de ser un derecho, y se convierte en un deber permanente.
Con el auge de la digitalización, la biotecnología y la medicina personalizada, el salutismo se tecnifica y se expande. La salud ya no se mide solo por la ausencia de enfermedad, sino por una serie de indicadores cuantificables que anticipan, predicen y gestionan riesgos. A través de pulseras inteligentes y relojes biométricos, convierten al cuerpo en una interfaz de datos: todo puede medirse y mejorarse. El nuevo ideal no es solo estar bien, sino optimizarse sin descanso. El salutismo digital se presenta como empoderamiento, pero exige una forma permanente de autovigilancia. Imaginemos que una mujer de 32 años con reloj inteligente recibe cinco alertas al día: dormiste poco, caminaste menos que ayer, ya estás en ‘riesgo moderado’… trata de mejorar. Pero la joven, ya no sabe si lo hace por bienestar o por ansiedad. El cuerpo saludable también resulta un buen cliente: para aseguradoras, gimnasios, farmacéuticas, empresas que comercian suplementos alimenticios y plataformas digitales.
La pandemia de COVID-19 representó un punto culminante –y una crisis– del salutismo contemporáneo. En su momento más agudo, pareció confirmar todas sus lógicas: control sanitario, vigilancia digital, disciplina social, castigo moral. Pero también reveló sus límites. El contagio mostró que la salud es interdependiente, y que la lógica del “cuídate tú” no basta. Quedó claro que no todos podían aislarse, comer bien, monitorear su salud ni acceder a atención médica. Las condiciones estructurales –la precariedad, la desigualdad, la informalidad laboral– fueron determinantes.
A partir de ahí, el salutismo ya no es solo un mandato silencioso: es un campo de disputa. Entre la ética del cuidado y el control de fronteras entre países; entre la solidaridad sanitaria y la vigilancia del comportamiento; entre el derecho a la salud y la obligación de estar sano. El cuerpo se convierte en frontera: de acceso, de exclusión, de responsabilidad. La salud vuelve a ser política. El salutismo, desenmascarado, entra en crisis.
Mensaje final
El salutismo no es un exceso del cuidado personal ni una simple moda del bienestar. Es el resultado de una larga historia de disciplina, moral y gestión sobre los cuerpos. Hoy lo vivimos como sentido común, pero su genealogía muestra que también es un dispositivo de poder, una forma de desigualdad y una barrera simbólica.
Y aunque muchas veces se lo asocia a la juventud –cuerpos tonificados, relojes biométricos, retos de autocuidado– el salutismo también alcanza a los adultos mayores, con otras exigencias. Bajo la consigna del “envejecimiento activo”, ya no se les acompaña: la salud de las personas mayores se gestiona, se mide, se vigila. Se espera que se mantengan lúcidos, funcionales y autosuficientes, como si la fragilidad o la dependencia fueran fracasos personales. En vez de acompañar su fragilidad, el salutismo les exige rendimiento. En vez de cuidarlos, les pedimos que se cuiden solos.
Por eso es importante distinguir que el autocuidado no es el problema, sino su transformación en norma obligatoria. Lo que debería ser un gesto de atención personal se vuelve una medida de mérito, una exigencia permanente, una forma de control.
Revisar críticamente el salutismo no implica rechazar la salud, sino liberarla de sus formas coercitivas, excluyentes y generadoras de culpa. Significa imaginar otras formas de cuidado, no basadas en la corrección constante, sino en la reciprocidad, la justicia estructural y la aceptación de la fragilidad compartida.
*Referencias:*
* Foucault, M. (1975). Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión. México: Ed. Siglo XXI.
* Foucault, M. (1976). Historia de la sexualidad, Volumen I: La voluntad de saber. México: Ed Siglo XXI.
* Crawford, R. (1980). Healthism and the medicalization of everyday life. International Journal of Health Services, 10(3), 365–388.
*El autor es profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington.*
*Las opiniones vertidas en este artículo no representan la posición de las instituciones en donde trabaja el autor.*
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